viernes, 19 de octubre de 2018

Sincerándome I


Dices que tengo un bosque de cedros húmedos que viven contenidos e inmersos dentro de cada uno de mis ojos. Un pequeño universo de cortezas envejecidas que se entretejen a partir de lágrimas no liberadas en esa dimensión que has creado, ahogada por tantas infiltraciones. 

La burbuja de aire y herida, endeble ante la realidad, la misma que se agota y me eleva; Y el brusco choque contra una verdad férrea que tu no has inventado, porque es tan terriblemente cruda que jamás podría haberla ideado nadie. Me aterra pensar que hay una extensión terrenal dentro de mí, yo siempre fui más de mar y sobre todo, de ahogarme en aquel vaso de agua salada mientras tu me mirabas desde un interior completamente vacío del miedo que por aquel entonces completaba mi cuerpo. 
Llevo algún tiempo sospechando que hemos conseguido crear un hueco de relatividad en todo este absolutismo, donde el impacto del daño es distinto y se reduce, porque tenemos nuestros brazos siempre a punto, listos para encajar y deshacerse del peso que nos ha ido añadiendo el pasado de esta vida tan corta, que tan indiscretamente estrecha se nos quedó.
Es demasiado pedir un mínimo de relativismo para alguien que sólo cree en verdades absolutas, pero lo cierto es que cuando se produce el roce y me encuentro sostenida por tus pupilas,  veo a mis propios demonios ahogarse en la acuosidad de las mismas, veo la  sal de ese pequeño océano quemarles la carne; Y entonces, el bosque, las verdades, los miedos, el relativismo, mi cuerpo, el pasado, el mar y el vaso, pierden su importancia.







domingo, 26 de noviembre de 2017

El principio de la lágrima.

Nunca me he parado a mirar unos ojos con tanta intensidad como para poder describirlos fervientemente. Resulta complejo, enrevesado, traicionero. Aún más incluso, cuando tu inspiración regresa paulatinamente y  funciona a suspiros impregnando por completo una esencia que a veces confundes y ni siquiera crees como tuya. 
El mundo está lleno de ojos, miradas bellas. De personas con rostros etéreos, que viajan sin cesar en el vértigo constante de un mundo que no se detiene aunque otros se rindan. 
(Y puedo asegurar que yo también me proclamaba rendida cuando lo miraba a los ojos. Y que en aquel tumulto de rendiciones alcanzaba una felicidad que podría haberse considerado como un estado perpetuo e inmutable)
Seres extraños, con rostros bizarros, anodinos;  circulando por las callejuelas de alguna ciudad banal con la esperanza de encontrarle un sentido a todo esto. Retorciéndose en sus alcobas a la par que creyéndose existencialistas mientras lo ridiculizan todo, sintiéndose de algún modo, relevantes. 

Y por ello divago. Porque a veces también se coartan mis palabras y mi voz queda reducida a una burbuja tenue que lucha incesable por emerger a una superficie en la que ya no queda más oxígeno.

Estaba caminando por la orilla de la playa cuando en mi mente se entrecruzó un pensamiento furtivo, indolente, que más bien se asemejaba a una sensación, evocando así un sentamiento de algo que hasta entonces había creído completamente perdido, roto en lo indefinido de mi ser.
Mi mirada se volcó de lleno en la infinidad de aquella explanada acuosa que se ceñía en torno a mis extremidades. Cogí aire despacio, sintiendo la sal palpitar dentro de mis fosas nasales.

Y lo ví. Al principio comenzó como un soplo de aire fresco prendido en la brisa marina del ocaso.
 La masa de aire se desplazó hasta fundirse en mitad del océano tomando impulso para crear una curva que comenzó a enervarse progresivamente hasta dar paso a una vorágine de agua color verdoso.
 Me sumergí de lleno en el vórtice de la ola, sentí el caos de aquella espuma blanca recorriéndome hasta las entrañas cuando alcancé la inmaculada cúspide. Percibí hasta la última gota de la catástrofe haciéndola mía, añadiéndola a mi propio caos, al torbellino que se formaba en mi estómago cada vez que lo tenía a dos centímetros, cada vez que me faltaba el aire. 

No sabía que alguien pudiese tener hasta la última gota del océano contenida en cada iris. 

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Delirio.

La última vez que ella le vio, tenía los labios cuarteados.
Lo recuerdo bien, me dice, la boca me sabía a bálsamo de miel de abeja de la farmacia de la esquina.
Y llevaba un ramillete de petunias maltrechas por las inclemencias del tiempo.
Ay. Se lamenta haciendo un mohín de pintura labial rancia mientras extiende con un dedo artrítico el color cremoso y desvaído por cada grieta de su minúscula boca, que como las raíces de un árbol en la tierra húmeda de la mañana, se abren paso entre su carne.

Tenía los pies helados, afirma entrecerrando los ojos. Una mueca de dolor muy alejado de lo físico se dibuja en su rostro.
Y el día, el día era una especie de masa de aire comprimido y tenso de un color turbio, gris.
"Aquella mañana me mareé cuando salí a la calle. El pavimento se tornó poco conciso. Por un momento me vi incapaz de vislumbrar algo más que no fuese una cortina negra y relampagueante"
Le crujen las piernas cubiertas por unas medias finas y polvorientas. Yo la miro sin saber muy bien que decir.

Tuvieron que caer las primeras gotas. No me lo dice, pero lo sé. Y de seguro que también tuvo que sentir como una laguna se había formado dentro de sus zapatos, para lograr desviar la atención, estirar las manos y que la piel agrietada se abriese de par en par, para dejar fluir la sangre cortante y coagulada.
Sería entonces, en ese preciso instante, cuando se percató de su presencia.
Lo encontró rígido, aterido por el frío. Llevaba una boina burdeos, se lamenta. Y las manos en los bolsillos. Y se había quitado la barba.
Su cuerpo se hallaba ligeramente inclinado hacia la derecha. "Que seguramente no sería la tuya", me dice, "Soy zurda. Pero sé que se refugiaba en los soportales de la iglesia"

La corona de flores que antaño había llevado prendida se deshizo. Ninguna flor es capaz de resistir la tormenta si se encuentra a la intemperie. Si tiene el corazón forjado con cristales rotos, con el pesar de los años y las desesperanzas.
A nadie le gusta bailar solo, dice ella sin mirarme. A nadie le gusta que lo abandonen en mitad de una canción. Que cada nota. acorde y despunte de la melodía te martiricen el pecho haciéndote un nudo entre costilla y costilla. Y que se te clave en lo más profundo, cada vez más hondo, cada vez más fuerte.
Por un momento creímos encontrar el remedio, la cura para nuestra soledad maldita, que algún día empezaría a llover de otra manera. Porque de felicidad también se llueve, asiente extendiendo su mano hacia el borde de mi falda.

Y que la gravedad nos ancle y nos entierre. Y que la tierra nos sea leve a todos los que en nuestro paso por ella no aprendemos a vivir. A aquellos que caminan echando de menos ese acontecimiento que jamás ocurrió pero que les hubiese proporcionado la chispa definitiva que le faltaba a la mecha, ya prendida, para arder.

La que nace perdida no encuentra el camino nunca, muchacha.
Creerás verlo en los bordes del trayecto, mirándote con unos ojos claros, de seguro. A veces te servirá para forjarte una realidad, probar el fuego y conocer que se siente en esos instantes alejada del frío.
En otras ocasiones, te confundirá y perderá.

"Pero recuerda, te tienes"

Me tengo.

La observo dormirse.
Pero todavía hay veces en las que se agita en sueños murmurando su nombre.

viernes, 30 de junio de 2017

El hombre gris.

Era un vacío imponente. Un hueco en el pecho. Mi hueco.

Todo él, una pausa sonora, un suspiro entrecortado, la ventisca más gélida.

El día en que lo encontré , nos movíamos grácilmente sorteando a tientas los epitafios que componían una ciudad oscura, cuarteada por la niebla, sumida en la fría brisa azul de un enero cualquiera.
Y yo, como polilla suicida que avanza sin tregua hacia una luz fulgurante y lejana, abracé la calidez helada que desprendía su cuerpo enjuto. Y durante una pequeña eternidad fuí capaz de fundirme en ella, desarrollando así la capacidad para amoldarme.

El hombre gris tenía un corazón casi diminuto y rocoso, aunque amplio en su interior,  recubierto de una hiedra verdosa y blanda.
Era húmedo, bizarro, curiosamente mágico, triste, sombrío. Y estaba roto, deslabazado por completo.  Extraviado, perdido. No era suyo, tampoco mío. Él no era de nadie.

Abrazarle era suplir y rellenar carencias, algo así como alcanzar la felicidad durante algo más de 322 instantes, para después, cuando se marchase, regresar al mismo estado de neutralidad agónica.
Tenía unos ojos pequeños, que parecían dos piedras negras y brillantes, de textura suave. Cuando clavaba su mirada en mí, aunque fuese inconscientemente, tenía el poder de hacer temblar el suelo bajo mis piés.  Su presencia conseguía partir todos mis esquemas y derribar las bases y pilares que conformaban mi mundo.

Pero se marchó. Aunque a día de hoy tampoco estoy muy segura de hasta que punto lo hizo. De hecho, creo que fuí yo la misma  que le cedió sus propias alas de un modo sistemático, involuntario  y le vendió una metáfora revestida, extrañas premisas impregnadas de una felicidad anodina con tal de verle volar, aún con la certeza de que durante algún tiempo sería incapaz de alzarme más de dos palmos sobre el suelo.

Ahora vuela libre.

Y yo, yo pese a todos sus intentos sigo siendo mediocre.

Pero una mediocre de colores.

domingo, 24 de abril de 2016

Discordante.

Imágenes, que quizás en un mundo más cuerdo, podrían resultar de lo más incongruentes, desfilan encadenadas por el televisor.

Lo mira todo con sus ojos del color de la arcilla y sus matices rojizos se funden con la superficie cristalina de la pantalla.

Allí, dentro de ese pequeño universo encerrado en una caja cuadrada, donde no parece existir ni el espacio ni el tiempo, una mujer de avanzada edad, con profundas arrugas rellenas de bótox y labios bastante parecidos a los de un payaso, habla emitiendo un chirrido desagradable mientras gesticula de modo desmesurado. 
"Los hilos están enganchados en algún lugar comprendido entre sus brazos y su cuello y probablemente, arriba, donde la cámara no enfoca, un hombre se encarga de efectuar sus ridículos movimientos"- Piensa ella.
Una antigua edición de Jane Eyre resbala por sus huesudas rodillas. Quería acabar de leerlo, o al menos lo intentaba. Pero entonces, justo en el momento en que los diminutos dedos se deslizaron inexpertos por las hojas cortantes y antiguas, la mujer oculta en la caja cuadrada comenzó a chillar y asquerosas manchas de sudor con forma de medias lunas se dibujaron en sus axilas. Ahora le estaba gritando a un hombre con un pelo tan sumamente brillante que parecía una peluca de carnaval. Lejos, el público se reía de manera escandalosa y en ocasiones, vitoreaba.

Ansiosa de silencio, dirigió su atención hacia la ventana, como un pajarillo en busca de la libertad, pero el ruido infernal que unos monstruos con ruedas emitían al vagar pegajosamente por el asfalto logró disuadirla. Muy cerca, alguien había hecho un hechizo, para que una canción que abusaba del bajo sonara hasta el infinito.


Pensó que iban a estallarle los tímpanos.


Entornó levemente los párpados.


El ruido de una motosierra le hizo volver a abrirlos. Fue en aquel instante cuando se vio obligada a lidiar con su propia lucha interna hasta ganar la batalla con un atisbo de sonrisa victoriosa quemándole las comisuras de los labios como un disparo a quemarropa.

Atravesó las páginas frescas del libro y habló con el Sr. Rochester, en ese momento el le decía que si se alejaba demasiado, el hilo que los unía terminaría por romperse y él, se desangraría por dentro.

La mujer rubia se calló, probablemente el hombre que la manipulaba como el muñeco parlanchín de algún feriante se habría cansado. Los monstruos del asfalto murieron, la música cesó antes de llegar al infinito y la motosierra cortó algo grande y fibroso.


Ella se sumergió en el corazón palpitante del libro. Su mente se alejó de toda banalidad y sus oídos hallaron el descanso.


Cerró los ojos.

miércoles, 27 de enero de 2016

Pequeño interludio: Más versos rotos.

"La muchacha sabía del fuego lo mismo que de su boca: Dulce ponzoña que quema"

Sabía de las noches frías, 
de su sinrazón, 
de lo que es tener el corazón, no en un puño, sino en una única palmada
sonora y vacua.

Sabía de los espejos en los que no se miraba, 
de las manchas de azogue que hace el olvido
y de los cristales rotos que conformaban los diversos ángulos de su cuerpo.

Sabía de llorar salitre
y de partirse el pecho en una sola nota, 
de los pájaros de lluvia y aire
con los ojos de barro cuarteado .

Sabía de su falda
ardiendo como tea
y de aquellas manos reptando por sus muslos 
como una enredadera.

La muchacha sabía del fuego 
lo mismo que de su boca, 
dulce ponzoña que quema. 

lunes, 7 de diciembre de 2015

-Cuéntame una historia- Dijo con la voz rota.

Un suspiro apagado bañó la luz de sus pequeñas pupilas. Era como si el aire hubiera quebrado todas las notas que componían la melodía de su voz y estas se hubiesen quedado estancadas vagando por el pequeño espacio que (Como un pequeñísimo y transparente hilo) nos unía.

Tenía la voz de quien ha vivido demasiado. Un sonido sordo, seco, certero, que a mi parecer se elevaba flotando por encima de todos los trastos allí apontocados y la banalidad asfixiante de aquella angosta habitación.
Su voz era también el fantasma de algún grito de dolor, rabia e incluso alivio del pasado, esa clase de gritos que únicamente se dan cuando se está librando una batalla o mejor aún: Cuando esta ha terminado y sólo queda un acuerdo momentáneo de paz entre las dos partes del conflicto, varias promesas de olvido y unas cicatrices a lo largo y ancho del pecho que tan sólo la desafortunada víctima puede apreciar.

"Pero, ¿Qué historia?" Pregunté yo entonces para mis adentros. Pensé en todos los cuentos que tanto solían fascinarme desde pequeña y que se hallaban en aquellos libros exageradamente vistosos y coloridos, en el trasfondo de una canción que tarareas de modo sistemático o en las bocas arrugadas de ancianos con rostro muy afable y aún mayor sabiduría. Al momento supe que no iba a conformarse con algo así. Lo vi en sus ojos sagaces, hambrientos, repletos de curiosidad. Quería una parte de mi alma envasada al vacío, que le contase la crónica de mis mil noches sin dormir, un pequeño pedacito de mis ojeras y quizás, que le confesase qué o quien era el responsable de tan oscura aparición.


La confusión debió reflejarse en mi semblante, porque abrió levemente los labios para decirme:

-Esta vez no tiene que ser algo que te duela- Su voz se me antojó como un chasquido que rompió el silencio de forma brusca, inocua.
Fuera, varios pajarillos revoloteaban en el alféizar de la ventana y al poco tiempo, desplegaron sus alas todavía jóvenes para emprender un vuelo rápido hasta el tejado vecino. El silencio volvió a llenar la habitación de una forma tan plena que me estremecí.

-Quiero que me cuentes la historia de cuando eras feliz- Estas palabras las pronunció con una tibieza e inocencia casi infantiles, dignas de un niño de mejillas sonrosadas que corre tras el balón en un día de lluvia con las rodillas ensangrentadas y embarradas al descubierto. Una tenue sonrisa, prácticamente imperceptible se dibujó en su cara y al poco tiempo esta volvió a recuperar su particular aspecto sombrío y cargado de incertidumbres.


Aquella inesperada propuesta hizo que me invadiese una sensación muy extraña.

"De cuando eras feliz" 
Dichas palabras me hicieron sentirme completamente desnuda y desprotegida. La coraza que yo misma había forjado para protegerme de la realidad se fracturaba con avidez dejando al descubierto un corazón todavía tierno, puede que demasiado herido y fácilmente permeable.
Su mirada sabia y vivida me confirmó los sospechado: " No eres feliz, por eso quiero que me hables de aquella época en la que sí lo eras" pareció decirme. Entornó levemente los párpados y desvió la mirada.

Muy pensativa, crucé las manos nerviosamente y comencé a juguetear con un anillo que llevaba puesto en el dedo índice ante su mirada escrutadora. Entrelacé ambos tobillos, uno encima del otro y luego los volví a poner en el suelo estrepitosamente. Después de aquel brusco preludio, alcé la cabeza, relajé la tensión acumulada en mis hombros y comencé a tejer una historia.

Mi voz voló por todos los rincones de la habitación, sonó clara, etérea, como el instrumento previamente afinado por algún músico prodigioso. No la miré a los ojos, pues no sabía que hallaría y no quería impregnar mis palabras de su desaprobación, rechazo o incluso aquella incertidumbre que tan característica le era.
Rebusqué en mi interior, en lo más profundo de mi ser, cerré los ojos y traté de hacer vivas aquellas palabras, intenté que pudiese perderse en ellas y sentirlas tal y como yo lo estaba haciendo.

Por eso mismo le hablé del rocío que poblaba el césped verde y las hojas cada mañana. Le conté lo que me gustaba trepar los árboles del jardín, correr casi al ras de la hierba y sentir como esta me hacía cosquillas en las plantas de los pies. Le describí lo más acertadamente que pude esa maravillosa sensación que tienes cuando corres a gran velocidad por la orilla del mar y el agua te salpica en la cara y notas el sabor de la sal bailando en tu boca o cuando te ríes tanto que crees que el pecho te va a estallar de pura felicidad y tienes la absoluta certeza de que podrías morir en ese preciso instante y estar en paz por toda la eternidad.

Le hablé de aquel último verano, de las puestas de sol, de las tiendas de campaña que construíamos en el jardín, de unos labios que por error besé y que me condujeron a la más dulce de las catástrofes.

Intenté explicarle con pelos y señales como era el color de los ojos más bonitos que he visto y me di cuenta de que no tenía palabras para expresar tanta belleza en una sola sílaba. Le hablé de lo que sentí aquella vez en la que tanto me arriesgué apostando una mirada y de como posteriormente gané porque  se me desheló el corazón.

Le conté que cuando allí anochecía todo parecía sacado de un cuento de hadas, adornaban el jardín con luces y farolillos de colores y creías ver pequeños duendes revoloteando por encima de los frondosos álamos y los arbustos cargados de fresas. Le hablé de las fiestas de disfraces, de los juegos, del olor a mar y de como siempre he sentido que de algún modo provengo de sus profundidades.
Quise explicarle detalladamente como era el sótano y todos y cada uno de los misterios y secretos que se ocultaban entre sus paredes, algunos míos y otros atrapados allí durante milenios, venidos quizás de otro tiempo en que una sola palabra podía ser sinónimo de absoluta perdición.

Reí a carcajadas, lloré, me sentí eufórica y la melancolía invadió todo mi ser. Terminé exhausta, con la voz completamente afónica. La miré a los ojos una última vez y dejé caer mi cuello para dar por terminada aquella actuación. Me sentí pues, como una pequeña muñeca de madera danzando a tientas por un escenario repleto de trampas y recovecos desconocidos. El escaso público, muy a lo lejos la miraría con una mezcla de desprecio y ternura; Y probablemente dudaría entre aplaudir o marcharse de allí olvidando todo aquel  lamentable espectáculo.


Comencé a levantarme para abandonar la habitación cuando me topé queriendo o sin querer con su mirada. Varias lágrimas le resbalaban por la mejilla derecha y tenía una sonrisa enorme en los labios.

Entonces,  de algún modo comprendí que no había sido feliz durante tanto tiempo como para contar una historia en la que todas sus partes pudiesen cohesionarse de modo perfecto, pero sí que tenía momentos, diversos momentos que pese a pertenecer a años y fechas completamente distintas podían servirme para explicar aquellas veces en las que había sido completamente feliz.
Y si era capaz de conservar dichos minutos e incluso segundos y saber revivirlos en mi memoria habría logrado el gran reto de vivir para siempre.